Clara
Riveros Sosa
Hace
un par de años se difundió que la ciudad de Sídney, en el sur de
Australia, forma parte de un trío de poblaciones de ese país que
figuran en los primerísimos puestos de los centros urbanos del mundo
que se estiman como más placenteros para vivir. Sídney aparece en
el séptimo lugar (Melbourne, también de Australia, en el primero).
Se da por descontado que estos rankings globales se elaboran por lo
general de manera un tanto arbitraria y los puestos varían
dependiendo de los criterios con que se evalúe. No obstante, no se
alcanza una clasificación semejante sin haber reunido méritos
suficientes como los que acredita esa ciudad particular y cosmopolita
con una cuña de mar que se adentra en ella y la divide, a la par que
le crea atrayentes perspectivas y un ambiente del que se congratulan
residentes y visitantes. Recordemos que fue sede olímpica en el año
2000.
En
coincidencia con la presentación de esa lista de sitios selectos,
algunos medios publicaron una nota que leímos con particular
atención: daba cuenta de las conclusiones a las que había arribado
el Centro de Estudios Climáticos del Consejo de Investigación
Australiano. Los científicos de la entidad se ocuparon de
identificar los sitios de su país que se verán más perjudicados
por el calentamiento global que está en curso y el primer puesto en
posibilidad de daños le correspondía, justamente, a la ciudad de
Sidney porque incidía en ello el hecho de ser el núcleo urbano más
extendido y con mayor población del continente. Atentos al
respecto, autoridades y urbanistas australianos implementan todos los
diseños y decisiones tendientes a morigerar las consecuencias del
calentamiento global en sus ciudades y de hacer más llevadera y
disfrutable la vida de sus habitantes.
Todos
los centros urbanos –sin excepción- generan el efecto denominado
“isla de calor”. Ocurre que el cemento y las construcciones
urbanas (máxime las edificaciones desarrolladas en altura) acumulan
el calor del día sin llegar luego a disiparlo del todo, y el que
alcanzan a emitir lo transfieren por la noche a su ya recalentado
entorno. A eso se le suma que las instalaciones y actividades humanas
allí concentradas elevan aun más la temperatura y se incrementa el
consumo de electricidad para acondicionar el aire interno, lo que
hace trepar todavía más al termómetro, en un circuito de
retroalimentación constante.
Resultan
especialmente interesantes para todos los ciudadanos del mundo las
consideraciones de los científicos australianos, y de un modo muy
particular a nosotros, pese a que vivimos a tremenda distancia de
allí (alrededor de 12.800 Km). Según informa desde Australia el
Centro de Excelencia para la Ciencia del Sistema Climático, las
ciudades experimentan un alza en las temperaturas muy superior al que
se produce en las zonas rurales y silvestres, y dicha suba se
incrementará significativamente a lo largo de los años venideros.
Por esta razón aconsejan cambiar los modelos de organización urbana
(allí donde lo hay, ya que muchísimas ciudades crecen de manera
caótica) y llevar a cabo estrategias de mitigación que ofrecerían
un importante efecto moderador.
Y
aquí va la gran receta que proponen: impulsar por todos los medios
la proliferación de los espacios verdes, de calles muy arboladas,
así como de la presencia de lagunas, estanques y fuentes. El informe
remarca también que los urbanistas y los gobiernos responsables no
pueden ni deben ignorar ni soslayar la realidad del calentamiento
global -así como tampoco estas pautas señaladas- a la hora de
planificar nuevas áreas pobladas o de intervenir sobre las ya
existentes adecuándolas a las circunstancias climáticas que, como
bien lo sabemos, no son en absoluto patrimonio exclusivo de aquel
lejano lugar del mundo.
La
fórmula para el mejoramiento de la vida urbana puede no parecernos
nada novedosa, pero resulta excelente que la publique un equipo de
ciencia de un organismo bien acreditado.
Los
que vivimos en esta región sabemos que la gente de campo o de
localidades muy pequeñas siempre se ha mostrado renuente a visitar
las poblaciones mayores en tiempo de verano, habida cuenta de que en
el campo, por mucho calor que se soporte durante el día, es siempre
menor que el que se sufre en las ciudades, y que al llegar la noche
en las áreas rurales la temperatura se reduce y brinda algún alivio
que no se da sobre el suelo pavimentado y edificado.
Resistencia
no es una excepción entre las ciudades que crecen descontroladamente
a costa de áreas verdes que se podrían haber preservado, de
espléndidas lagunas y numerosos ríos, riachos y bosques próximos
que templaban el aire. Conocemos bien el histórico proceso de
degradación y relleno que sufrieron nuestras lagunas, así como la
reducción al mínimo de las que subsistieron. Tuvimos riachos que
directamente desaparecieron y hoy al río Negro se lo continúa
interviniendo cada vez más para su atroz perjuicio. Porque ni el río
ni los estanques en que han quedado convertidos los espejos de agua
naturales son únicamente esos comprimidos cursos o espejos, sino que
“funcionan” en conjunto con su entorno de biodiversidad (bosques
de ribera, vegetación lacustre y palustre, la rica fauna asociada).
Los avances inmobiliarios oficiales y privados, con cualquier
pretexto no están dejando ningún resquicio de pulmón verde y los
ejemplos sobran. Recordemos, entre muchas otras, al área que
acompañaba al Museo Schulz entre las avenidas Sarmiento y Laprida y
que fue ocupado por los edificios del Poder Judicial. La laguna
Argüello en su antigua extensión comprendía un espacio que
alcanzaba desde las actuales calles Illia y Monteagudo hasta
cercanías del río Negro. Fue progresivamente empequeñecida en
compañía de su más que interesante entorno que estuvo borrándose
año tras año, como cuando se construyó el nuevo Hospital Perrando
al que ahora se le añaden sus vecinos el Hospital Pediátrico, más
la manzana que alberga al Laboratorio Central y a varios colegios.
Todas instituciones muy dignas y necesarias, qué duda cabe, pero
¿por qué allí? asentadas a costa de la depuración del aire
urbano, del solaz ciudadano y de las temperaturas más amables.
Debemos mencionar a la cantidad de estructuras que se le agregaron en
diferentes épocas al Parque 2 de febrero hasta dejarle un mínimo de
verde y con total desaprensión aun se proyecta edificarlo muchísimo
más.
Tendríamos
que destinar más espacio para referirnos al malogrado Parque
Caraguatá, que, por más que originalmente no fuera bien concebido y
al abandono en que hoy se encuentra, de acuerdo a relevamientos
recientes, contiene en su espacio una muestra increíble de diversos
ambientes chaqueños (paisaje, fauna y flora), lo cual ameritaría
que se constituyera en la imprescindible reserva urbana de la que
–increíblemente- Resistencia aun carece.
Los
parques más nuevos en tanto, necesitan urgentemente un arbolado
denso que los haga apreciables a las horas de sol, árboles en lo
posible autóctonos ya que son parte de la flora propia de la zona y
llevan milenios de adaptación a ella, lo que hace que tengan escasos
requerimientos.
Existe
una tendencia a enfocar a los parques como a plazoletas urbanas, y
ante la falta acuciante de lugares de esparcimiento se opta entonces
por abarrotarlos de equipamiento: canchitas, veredas embaldosadas,
kioscos, juegos, todo lo cual en una profusión que acaba por tapar
o ahogar lo que resta de naturaleza, a la vez que se toma a la
vegetación como un mero elemento decorativo, y eso cuando no se la
considera “sucia” y se le restringe toda exuberancia.
Siempre
me pregunto si aquí podríamos tolerar la existencia de algo así
como el Central Park de Nueva York que
contiene unos 26.000 árboles y donde los observadores de aves acuden
para avistar las 275 especies aladas que se han registrado allí, en
esas 341 hectáreas que en nuestra ciudad llamaríamos probablemente
“ociosas e improductivas” mientras que prosperarían proyectos
para abrirlas con urgencia al tránsito y sacar del medio tamaño
estorbo que nos estaría obligando a dar largos rodeos. Si no
queremos recordar los múltiples parques de Londres, de París (sólo
el Bois de Boulogne
posee una superficie de 846
hectáreas) o de otros países europeos,
recorriendo América Latina encontramos que México cuenta con el
parque de Chapultepec, de 1800 Ha y
Santiago de Chile
con
el
Parque
Metropolitano de poco menos. Y no olvidemos los bosques de Palermo en
Buenos Aires.
Todo
lo antedicho va referido a la situación de nuestro ambiente urbano
pero, si se observa bien a fondo este asunto del cambio climático,
del papel moderador que ejercen sobre las temperaturas el agua y la
flora bien conservados, no puede escapar a nuestra atención que
ahora el planeta entero se está transformando en una gigantesca
isla de calor, ni dejar de advertir cuánto convendría seguir para
con nuestro mundo los mismos lineamientos que se recomiendan para
las ciudades. Las ciudades resultan así casi una metáfora de la
totalidad.
No
sólo por las reservas urbanas de naturaleza; vayamos también por
los bosques nativos.
Paseando por el Parque Caraguatá
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