martes, 3 de mayo de 2016

LA GRAN RECETA

Clara Riveros Sosa

Hace un par de años se difundió que la ciudad de Sídney, en el sur de Australia, forma parte de un trío de poblaciones de ese país que figuran en los primerísimos puestos de los centros urbanos del mundo que se estiman como más placenteros para vivir. Sídney aparece en el séptimo lugar (Melbourne, también de Australia, en el primero). Se da por descontado que estos rankings globales se elaboran por lo general de manera un tanto arbitraria y los puestos varían dependiendo de los criterios con que se evalúe. No obstante, no se alcanza una clasificación semejante sin haber reunido méritos suficientes como los que acredita esa ciudad particular y cosmopolita con una cuña de mar que se adentra en ella y la divide, a la par que le crea atrayentes perspectivas y un ambiente del que se congratulan residentes y visitantes. Recordemos que fue sede olímpica en el año 2000.

En coincidencia con la presentación de esa lista de sitios selectos, algunos medios publicaron una nota que leímos con particular atención: daba cuenta de las conclusiones a las que había arribado el Centro de Estudios Climáticos del Consejo de Investigación Australiano. Los científicos de la entidad se ocuparon de identificar los sitios de su país que se verán más perjudicados por el calentamiento global que está en curso y el primer puesto en posibilidad de daños le correspondía, justamente, a la ciudad de Sidney porque incidía en ello el hecho de ser el núcleo urbano más extendido y con mayor población del continente. Atentos al respecto, autoridades y urbanistas australianos implementan todos los diseños y decisiones tendientes a morigerar las consecuencias del calentamiento global en sus ciudades y de hacer más llevadera y disfrutable la vida de sus habitantes.

Todos los centros urbanos –sin excepción- generan el efecto denominado “isla de calor”. Ocurre que el cemento y las construcciones urbanas (máxime las edificaciones desarrolladas en altura) acumulan el calor del día sin llegar luego a disiparlo del todo, y el que alcanzan a emitir lo transfieren por la noche a su ya recalentado entorno. A eso se le suma que las instalaciones y actividades humanas allí concentradas elevan aun más la temperatura y se incrementa el consumo de electricidad para acondicionar el aire interno, lo que hace trepar todavía más al termómetro, en un circuito de retroalimentación constante.

Resultan especialmente interesantes para todos los ciudadanos del mundo las consideraciones de los científicos australianos, y de un modo muy particular a nosotros, pese a que vivimos a tremenda distancia de allí (alrededor de 12.800 Km). Según informa desde Australia el Centro de Excelencia para la Ciencia del Sistema Climático, las ciudades experimentan un alza en las temperaturas muy superior al que se produce en las zonas rurales y silvestres, y dicha suba se incrementará significativamente a lo largo de los años venideros. Por esta razón aconsejan cambiar los modelos de organización urbana (allí donde lo hay, ya que muchísimas ciudades crecen de manera caótica) y llevar a cabo estrategias de mitigación que ofrecerían un importante efecto moderador.

Y aquí va la gran receta que proponen: impulsar por todos los medios la proliferación de los espacios verdes, de calles muy arboladas, así como de la presencia de lagunas, estanques y fuentes. El informe remarca también que los urbanistas y los gobiernos responsables no pueden ni deben ignorar ni soslayar la realidad del calentamiento global -así como tampoco estas pautas señaladas- a la hora de planificar nuevas áreas pobladas o de intervenir sobre las ya existentes adecuándolas a las circunstancias climáticas que, como bien lo sabemos, no son en absoluto patrimonio exclusivo de aquel lejano lugar del mundo.

La fórmula para el mejoramiento de la vida urbana puede no parecernos nada novedosa, pero resulta excelente que la publique un equipo de ciencia de un organismo bien acreditado.
Los que vivimos en esta región sabemos que la gente de campo o de localidades muy pequeñas siempre se ha mostrado renuente a visitar las poblaciones mayores en tiempo de verano, habida cuenta de que en el campo, por mucho calor que se soporte durante el día, es siempre menor que el que se sufre en las ciudades, y que al llegar la noche en las áreas rurales la temperatura se reduce y brinda algún alivio que no se da sobre el suelo pavimentado y edificado.

Resistencia no es una excepción entre las ciudades que crecen descontroladamente a costa de áreas verdes que se podrían haber preservado, de espléndidas lagunas y numerosos ríos, riachos y bosques próximos que templaban el aire. Conocemos bien el histórico proceso de degradación y relleno que sufrieron nuestras lagunas, así como la reducción al mínimo de las que subsistieron. Tuvimos riachos que directamente desaparecieron y hoy al río Negro se lo continúa interviniendo cada vez más para su atroz perjuicio. Porque ni el río ni los estanques en que han quedado convertidos los espejos de agua naturales son únicamente esos comprimidos cursos o espejos, sino que “funcionan” en conjunto con su entorno de biodiversidad (bosques de ribera, vegetación lacustre y palustre, la rica fauna asociada). Los avances inmobiliarios oficiales y privados, con cualquier pretexto no están dejando ningún resquicio de pulmón verde y los ejemplos sobran. Recordemos, entre muchas otras, al área que acompañaba al Museo Schulz entre las avenidas Sarmiento y Laprida y que fue ocupado por los edificios del Poder Judicial. La laguna Argüello en su antigua extensión comprendía un espacio que alcanzaba desde las actuales calles Illia y Monteagudo hasta cercanías del río Negro. Fue progresivamente empequeñecida en compañía de su más que interesante entorno que estuvo borrándose año tras año, como cuando se construyó el nuevo Hospital Perrando al que ahora se le añaden sus vecinos el Hospital Pediátrico, más la manzana que alberga al Laboratorio Central y a varios colegios. Todas instituciones muy dignas y necesarias, qué duda cabe, pero ¿por qué allí? asentadas a costa de la depuración del aire urbano, del solaz ciudadano y de las temperaturas más amables. Debemos mencionar a la cantidad de estructuras que se le agregaron en diferentes épocas al Parque 2 de febrero hasta dejarle un mínimo de verde y con total desaprensión aun se proyecta edificarlo muchísimo más.

Tendríamos que destinar más espacio para referirnos al malogrado Parque Caraguatá, que, por más que originalmente no fuera bien concebido y al abandono en que hoy se encuentra, de acuerdo a relevamientos recientes, contiene en su espacio una muestra increíble de diversos ambientes chaqueños (paisaje, fauna y flora), lo cual ameritaría que se constituyera en la imprescindible reserva urbana de la que –increíblemente- Resistencia aun carece.

Los parques más nuevos en tanto, necesitan urgentemente un arbolado denso que los haga apreciables a las horas de sol, árboles en lo posible autóctonos ya que son parte de la flora propia de la zona y llevan milenios de adaptación a ella, lo que hace que tengan escasos requerimientos.
Existe una tendencia a enfocar a los parques como a plazoletas urbanas, y ante la falta acuciante de lugares de esparcimiento se opta entonces por abarrotarlos de equipamiento: canchitas, veredas embaldosadas, kioscos, juegos, todo lo cual en una profusión que acaba por tapar o ahogar lo que resta de naturaleza, a la vez que se toma a la vegetación como un mero elemento decorativo, y eso cuando no se la considera “sucia” y se le restringe toda exuberancia.

Siempre me pregunto si aquí podríamos tolerar la existencia de algo así como el Central Park de Nueva York que contiene unos 26.000 árboles y donde los observadores de aves acuden para avistar las 275 especies aladas que se han registrado allí, en esas 341 hectáreas que en nuestra ciudad llamaríamos probablemente “ociosas e improductivas” mientras que prosperarían proyectos para abrirlas con urgencia al tránsito y sacar del medio tamaño estorbo que nos estaría obligando a dar largos rodeos. Si no queremos recordar los múltiples parques de Londres, de París (sólo el Bois de Boulogne posee una superficie de 846 hectáreas) o de otros países europeos, recorriendo América Latina encontramos que México cuenta con el parque de Chapultepec, de 1800 Ha y Santiago de Chile con el Parque Metropolitano de poco menos. Y no olvidemos los bosques de Palermo en Buenos Aires.

Todo lo antedicho va referido a la situación de nuestro ambiente urbano pero, si se observa bien a fondo este asunto del cambio climático, del papel moderador que ejercen sobre las temperaturas el agua y la flora bien conservados, no puede escapar a nuestra atención que ahora el planeta entero se está transformando en una gigantesca isla de calor, ni dejar de advertir cuánto convendría seguir para con nuestro mundo los mismos lineamientos que se recomiendan para las ciudades. Las ciudades resultan así casi una metáfora de la totalidad.


No sólo por las reservas urbanas de naturaleza; vayamos también por los bosques nativos.

Paseando por el Parque Caraguatá

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