miércoles, 22 de marzo de 2017

DE AGUA SOMOS

Clara Riveros Sosa

Es inevitable que permanentemente estemos hablando del agua y que, de uno u otro modo, explícito o  más o menos oculto, ella esté presente en todas las actividades y preocupacioneshumanas. Ocurre así porque somos absolutamente dependientes de ella. Vivimos en el planeta del agua, y la vida -tal como la conocemos y entendemos- resulta imposible en su ausencia.
Somos seres acuáticos desde la concepción hasta el momento de nacer, y, siempre, es agua nuestra masa corporal en alrededor de sus tres cuartas partes. Sin beber, la vida se nos escapa tan sólo en horas. Además de una necesidad es un placer pescar, jugar en el agua líquida o en la nieve, bañarnos, nadar, refrescarnos, bucear, navegar, patinar, chapotear, contemplar sus múltiples manifestaciones en la naturaleza (mares, lagos, ríos, vertientes, cataratas, nubes, glaciares, campos de hielo, témpanos, lluvias, nevadas, géiseres, charcas y humedales) o en sus versiones domesticadas de acequias, estanques, fuentes y surtidores. Es imprescindible para que prosperen los alimentos que cosechamos, para cocinarlos, para el aseo y para que funcionen las industrias.
Visión y trato cotidiano nos borronean toda perspectiva; por eso, únicamente si nos apartamos y nos detenemos un tanto a reflexionar, apreciaremos en toda su dimensión que el agua es en verdad una rara sustancia mineral de condiciones y propiedades físicas que casi parecen mágicas por lo completamente diferente de cualquier otra de la naturaleza.
El agua es siempre la misma y está presente en el planeta en la misma proporción desde hace millones de años, reciclándose continuamente sin requerir la intervención humana. Tanto hemos interferido en su ciclo –como en tantos otros de la Tierra- que hoy queda en nuestras manos la urgente obligación de preservarla, detener su contaminación, derroche y uso ineficiente, atendiendo a su justa administración y distribución equitativa.
Si el agua significa vida, disponer de ella se constituye en un derecho humano básico y, como tal, debe ser protegido de caer en la ávida manipulación comercial, lo que nos obliga a estar en alerta y a luchar contra su privatización, que a veces adquiere formas disimuladas. Si el estado no resulta buen administrador al menos tiene caras visibles y da la oportunidad –aun trabada con arduas dificultades- de exigir y de participar.
Actualmente preocupan mucho, en todo el mundo y localmente, tanto la contaminación del agua por tóxicos agrícolas e industriales como los bruscos y repentinos cambios meteorológicos provocados por el cambio climático global y que afectan particularmente a nuestra región, muy vulnerable a estos eventos de sequía e inundación incrementados por la deforestación que aquí se consuma día tras día, así como por los drásticos cambios de uso de la tierra. Como si fuera poco, dentro de las numerosas vicisitudes que padecen los grandes ríos que tenemos tan próximos, éstos se encuentran jaqueados por la amenaza siempre pendiente de la construcción de más represas, las que se extienden sumergiendo las que fueran buenas tierras de cultivo, preciadas áreas naturales colmadas de biodiversidad, territorios indígenas, zonas turísticas, ríos de importancia pesquera, yacimientos arqueológicos, pueblos y ciudades contemporáneas, cementerios y lugares sagrados.
Se sabe que es importante la cantidad de metano que las represas aportan al recalentamiento planetario, (gas emanado por la biomasa que se descompone en su fondo), y que son también importantes y sumamente graves las enfermedades que prosperan gracias a estos grandes embalses, especialmente cuando se localizan en regiones cálidas (como es el caso de la esquistosomiasis, no por nada llamada “mal de las represas”). No enumeramos aquí todos los problemas que causan estas obras, pero la generación de energía que producen nunca alcanza a compensarlos, y más aun, con frecuencia se queda muy atrás, con su inmensa e irreversible huella. Dicho esto sin olvidar el destino en permanente riesgo de los valiosos humedales y acuíferos ni la contaminación minera que baja de las montañas.
Igualmente preocupante es la situación de los glaciares en marcado retroceso, con la sola y feliz excepción -hasta ahora- del Perito Moreno. No es difícil darse cuenta de que, a menos deshielo y menos nieve, menos agua tendrán los ríos, y a temperaturas más altas, habrá mayor evaporación. A esto se añade que la nieve y los hielos ya no estarán presentes para refractar como blancos y brillantes espejos la luz y el calor del sol, sino que las montañas que habrán quedado desnudas con sus rocas oscuras, absorberán el calor, elevando la temperatura e incrementando así el derretimiento y la evaporación con el consiguiente colapso de represas y canales de regadío.
Lejos de la cordillera, muchos ni sienten ni recuerdan que todo esto está sucediendo. La diaria convivencia con el agua no debe hacernos perder de vista –nunca- el valor esencial del enorme y maltratado humedal (*) en que vivimos y, dentro de él, a nuestro degradado río Negro y a las disminuidas lagunas que aun nos acompañan y que son apenas un vestigio de un pasado perdido de anchísima extensión y de esplendor natural.

(*) Humedales Chaco, dentro de la Convención Internacional Ransar.

Niños pescando. Foto: Patricio Cowper Coles