sábado, 29 de abril de 2017

ESTAMOS ACOMPAÑADOS

Clara Riveros Sosa

Ya hemos llegado a ser más de 7400 millones (sí, más de siete mil cuatrocientos millones), los humanos claro está, los habitantes de este planeta ¿Más de siete mil cuatrocientos millones los habitantes de este planeta? Expresado así, grave error que implica bastante soberbia, porque no estamos solos: hay aproximadamente unos dos millones de especies de seres vivos (animales, vegetales y hongos), tan terrícolas como nosotros y con quienes –de buena o mala gana-compartimos este hábitat global. Para más, hay que tener en cuenta que a cada rato se descubren nuevas especies y subrayar que cuando decimos “dos millones”, sólo es una lejana estimación y que, además, nos estamos refiriendo solamente a especies (como cuando decimos “especie humana”), mucha atención, porque es incontable el número de individuos que abarca a su vez cada una de esas especies. Y de esos dos millones de especies -en los que no figura la nuestra-, alrededor de un millón y medio de ellas corresponden a animales. Y repito: tan sólo de especies animales, no de su inconmensurable cantidad de individuos, así que ¡estamos rodeados!
Aparte del número, que hace que los animales nos superen arrasadoramente, también nos ganan, y con mucho, en antigüedad y experiencia en esto de vivir en la Tierra. Con tal idea en mente, si en estos días nos acercamos a ríos o lagunas de nuestra zona y alcanzamos a ver unos yacarés semisumergidos –astutamente asemejados a troncos- o calentándose al sol en las orillas, o si observamos alguna tortuga en trance de enterrarse para pasar el invierno, deberíamos mirarlos con absoluto respeto y preguntándonos con necesaria curiosidad cómo lo hicieron, desde que sabemos que unos y otras todavía están acá pese a que vienen existiendo desde mucho antes que los dinosaurios. Podemos pensar que si la naturaleza insiste en seguir “fabricando” estos antiguos modelos, parece probable que sea porque les resultaron sumamente exitosos y supieron sortear indemnes los tremendos avatares de toda índole que les depararon estos últimos...millones de años.
El sábado 29, Día del Animal, además de rendir tributo a nuestros antecesores y acompañantes en la Tierra, reconozcamos la indisoluble conexión que mantenemos con ellos, relaciones que, como otras tantas en este mundo, con frecuencia se vuelven invisibles pese a su importancia, fortaleza y cercanía.
Incontables equilibrios dinámicos, imprescindibles para la Vida en la Tierra, dependen de la existencia en salud de una multitud de especies animales que van desde las ballenas azules (el mayor de los animales actuales) hasta los imperceptibles microbios. Las bacterias -tan demonizadas por los fabricantes de antisépticos y desinfectantes- comprenden tanto a las que transmiten una extensa gama de enfermedades como a las que descomponen los restos biológicos contribuyendo así a sanear el ambiente, y a las que viven dentro de nuestros cuerpos y sin las cuales éstos no podrían cumplir innumerables funciones, al extremo de que si su población se ve disminuida (por ejemplo, como resultado de algún tratamiento o por consumo de antibióticos) los médicos toman medidas urgentes para reponerlas. Como en este caso, en la vida cotidiana no somos capaces de notar ni valorar los aportes de ciertos animales hasta que algunos se extinguen o su número se aminora de tal modo que terminamos sufriendo las secuelas de su desaparición, justamente la extinción de aquéllos a quienes ignorábamos o nos resultaban indiferentes, o que incluso, quizás, no nos caían nada bien. Es más, las extinciones, en muchos casos, ponen en evidencia que las especies ejercen entre sí un control mutuo y, cuando desaparece este mecanismo natural, se hace necesario recurrir a modalidades artificiales que no siempre resultan inocuas.
En el rubro de bichos que miramos con desagrado se ubican –entre muchísimos más- los murciélagos, las hormigas junto a la mayoría de los insectos, las víboras y otras especies nada encantadoras, al menos en principio. Sin embargo, cuando los biólogos nos ponen los conocimientos en su lugar, descubrimos la importancia de su conservación y cuidado. Como si fuera poco, gran cantidad de animales, incluyendo a algunos que creemos poco relevantes, o que sentimos decididamente antipáticos, resultan sujetos fundamentales de observaciones científicas abiertas a un sinnúmero de avances sustanciales y posibles en campos de lo más variados. Y recordemos la raigambre que tienen los animales en todas las culturas y cuánto juegan como fuente de inspiración en las artes y las tecnologías.
Lo lamentable es que para permanecer en este mundo la vida silvestre necesita de modo imprescindible que conservemos sus espacios vitales, esos mismos que minuto a minuto estamos reduciendo miserablemente y destruyendo al precio de perjudicarnos también como humanidad.
Mencionamos en último lugar a los animales domésticos porque son los más notorios, particularmente para los habitantes urbanos que convivimos con ellos, y por ser los que concitan más atención y cuidados, aunque sean tantos también los que concluyen maltratados o abandonados, enfrentándonos con la realidad de que, con frecuencia, los humanos no somos tan humanos como pretendemos ser, ni siquiera con los animales que nos brindan compañía, afecto incondicional, diversión, emoción, defensa y lealtad. Como para aprender siquiera un poquito de ellos.


Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”.
Mahatma Gandhi

Monjita blanca (Xolmis irupero). Foto: Silvia Enggist


miércoles, 19 de abril de 2017

LOS DÍAS DE ABRIL

Clara Riveros Sosa

Últimamente, casi todo el país se encuentra afectado por una temporada sumamente lluviosa, plena de vaivenes meteorológicos con episodios repentinos, sobresaltos e inconvenientes varios, que en muchos lugares han desembocado en verdaderas catástrofes. Las características de estos días superan las que son propias del otoño porque se han instalado desde mucho antes. Las graves situaciones planteadas quizás se deban a que la mayoría de la gente -particularmente quienes tienen la capacidad de tomar decisiones importantes- no se ha tomado demasiado en serio la cuestión del cambio climático.
Tal es el panorama de este abril de 2017, mes abundante como pocos en jornadas conmemorativas referidas al ambiente: el 19 es el Día del Aborigen Americano, el 22 se conmemora el Día Mundial de la Tierra, el 26 se cumple otro Aniversario del Accidente Nuclear de Chernobyl (1986) y el 29 es en nuestro país el Día del Animal.
De todo lo mencionado, casi nada hay que festejar. Por eso mismo, Naciones Unidas auspicia este año la campaña denominada «Alfabetización ambiental y climática», lanzada por la ONG Earth Day Network en el entendimiento de lo muchísimo que falta hacer en este campo. Mientras tanto, la UNICEF (organización de las Naciones Unidas para la Infancia) proporciona materiales informativos y de apoyo para formar a los niños en la comprensión y en la manera de afrontar esta cuestión. La UNICEF manifiesta su convencimiento de la necesidad de una Educación sobre el Cambio Climático y el Ambiente y de que ésta se puede integrar al diseño, a la ejecución y a la práctica de las escuelas, muchas de las cuales, en varios sitios del mundo, ya están incorporándola a sus planes de estudio.
El 22 de abril, Día Mundial de la Tierra, debería ser ocasión de celebrar a este planeta hospitalario, diverso y tan a la medida de sus habitantes que fuera de él no podríamos sobrevivir sino por medio de artificios incómodos y sumamente complejos…y no por mucho tiempo. Como para manifestarle nuestro profundo respeto. Eso es justamente lo que hacían los pueblos originarios cuyo día se celebra sólo setenta y dos horas antes del Día de la Tierra. Para aprovechar los bienes de la naturaleza tomaban precauciones, pedían permiso a las divinidades protectoras y luego les demostraban su agradecimiento. Las etnias que fueran nómadas o trashumantes al retirarse de una zona permitían con ello la restauración de los ambientes que abandonaban, en tanto que los pueblos sedentarios, obtenían y conducían agua, cultivaban y criaban animales de acuerdo con su entorno y a favor del mismo, no en su contra, aplicando ingeniosas tecnologías que, cuando no fueron posteriormente destruidas o abandonadas, aun siguen en vigencia tantos siglos después. Los creadores de esas culturas, discriminados y empobrecidos, hoy van en pos de su imprescindible reivindicación.
Lo que le hacemos a nuestros semejantes es fiel reflejo del trato que le damos a la Tierra. Ahora nos cuesta retomar el pulso de este planeta/hogar e integrarnos a sus ritmos, porque, además de que la humanidad se ha vuelto mayoritariamente urbana y ajena a la naturaleza, lo que hoy entendemos por “naturaleza” ya no es lo que fue en tiempos lejanos, tan profundamente intervenida y afectada como está (en ocasiones de modos no fácilmente visibles para el observador distraído) o definitivamente arrasada por las acciones de nuestra especie, aun por aquéllas desarrolladas a muy largas distancias de esos que consideramos espacios “naturales”.
N    No alcanzan incontables páginas para anotar todos los desastres que hemos desatado. La sola mención de Chernobyl que aconteció el 26 de abril de 1986 y sumarle el accidente nuclear de Fukushima, Japón, ocurrido el 11 de marzo de 2011 (posteriormente al terremoto y al tsunami), nos da por resultado apenas dos botones de muestra. Evidentemente no estamos celebrando a la madre Tierra que nos sostiene y necesitamos con urgencia volver a escuchar su pulso -el pulso de la Vida- y a conectarnos con sus ritmos. El efecto bienhechor de restaurar esa relación, aunque sea temporalmente, lo apreciamos en las vacaciones, en un fin de semana y hasta en un instante de recreo, si no ¿por qué elegimos en esas ocasiones salir al campo, caminar por playas y bosques, bañarnos en ríos y mares, trepar a una montaña, sentir en la cara el aire fresco, deslizarnos por la nieve, admirar la majestuosidad de un glaciar o de unas cataratas o el salto increíble de una enorme ballena, y , hasta mínimamente –lejos de tanta espectacularidad paisajística- reunirnos a tomar unos mates bajo la generosa sombra de un árbol, emocionarnos ante los brotes de las semillas que sembramos en una maceta o con el repentino canto de un pájaro en la ventana?
Realizando observación de aves silvestres en el patio de las escuelas rurales, luego de las charlas dictadas por el COA Guaicurú en el 2016.