Clara Riveros Sosa
"De qué sirve una casa si no se
cuenta con un planeta tolerable donde situarla".
Cuatro años atrás, mucho antes de la primavera, algunos árboles de la
ciudad aparecieron de pronto exhibiendo unos extraños brotes multicolores. Ni
flores ni frutos: entusiastas grupos de jóvenes artistas (o por lo menos con
almas jóvenes y de artistas) los adornaron con tejidos y adornos que envuelven
parte de troncos y ramas o cuelgan alegremente de las copas. Tan insólita
vestimenta obligaba a los transeúntes distraídos a levantar la vista y, por
mayoría, sólo a partir de ese momento tomaron nota de la existencia de tan bellos ejemplares bajo los
cuales circulaban a diario durante años.
El liviano ropaje con
que los han señalado
resalta y alegra sus presencias y no humilla ni daña a los árboles como los
carteles, los pasacalles, los ganchos para colgar las bolsas de basura y otros
agravios que se consuman con total liviandad e impunidad. Justamente, esta
cruzada urbana que así los
expuso a las sorprendidas miradas de los resistencianos, se encontraba empeñada
en llamar la atención sobre el valioso patrimonio verde y sombreado que
compartimos y en intentar que se reviertiesen las habituales costumbres
predatorias con que se lo
afecta y destruye, aquí, en una ciudad de intensos y prolongados veranos, en
una capital cada vez más acalorada y también cada vez más, sellada por el
cemento. Con esta
sonrisa que les colocaron a los árboles, con actos de resistencia ante la podas
y talas insensatas y con performances e intervenciones concientizadoras,
actos acompañados de reclamos a las autoridades tanto como de apelaciones a la
ciudadanía, deseaban y esperaban detener el maltrato y la devastación que se
les infligía – se les inflige- a
estos seres vivos y bellísimos, terráqueos como nosotros, solidarios
“culpables” junto a las praderas oceánicas de algas, de la hechura de la
benigna atmósfera terrestre que dio cabida a una vida inexistente en otros
planetas, sin olvidar cuánto enriquecen, además, la calidad de la nuestra.
Casi
como una constante, siempre que se quiere defender a los árboles (lo mismo
ocurre con los bosques, los
animales silvestres, los paisajes y tanto
más) para no ser tachados de románticos (¿es ésa una descalificación?) se
recurre a enumerar las innumerables ventajas prácticas y tangibles que acarrea su presencia. Como con
cierto pudor suelen descartarse
las referencias a su belleza y al equilibrio espiritual que fluye cuando
coexistimos con la naturaleza y quedan al alcance de nuestros sentidos sus más
admirables expresiones, grandes y pequeñas. Y eso es real y sucede porque somos
naturaleza y en ella nos sentimos bien. Digan si no, quién, deseando relajarse,
programaría un picnic en medio de la concurridísima calle peatonal o
planearía pasar unas fantásticas vacaciones en un departamento del microcentro. Por el contrario, quién no ha experimentado paz y plenitud
contemplando un atardecer sobre el río, cuando el viento se duerme y sólo
murmura el agua; o no ha llevado a sus hijos a corretear en un área verde
mientras los vigila tranquilamente recostándose en un tronco amable. Serán quizá unas pocas horas
pero suficientes para devolvernos a la vida urbana y a las urgencias diarias
con recuperada energía...y con más ganas de repetir tales vivencias.
Personalmente,
pocas tareas me caen menos simpáticas que refregar ollas, sin embargo no
recuerdo haberlo hecho nunca tan a gusto como en cierto tiempo en que la
ventana de la cocina me enfrentaba a la inmediata ladera de un cerro verde y
empinado. Y hoy es un
placer cotidiano que ramas y aves libres, siempre cambiantes, rocen los
cristales del piso alto en que vivo.
Supe
de personas que, cuando permanecieron internadas en salas de terapia intensiva,
se sintieron beneficiadas al estar sus
camas ubicadas junto a ventanas que dejaban pasar la luz del día y por las que ¡asomaba un árbol! No perdieron la conciencia del tiempo
(veían su transcurso) y estaban pendientes de las brisas que movían el follaje,
de los brotes que se abrían y de algunos pájaros que se posaban. Mientras,
ellas se evadían del mundo de sufrimientos en que se hallaban inmersas y
cobraban interés en el ambiente de afuera y fuerzas para regresar a él.
Insistimos
con Thoreau: "Hay momentos en
que toda la ansiedad y el esfuerzo acumulados se sosiegan en la infinita
indolencia y reposo de la naturaleza".
La figura del árbol,
con sus raíces en lo profundo de la tierra y su copa que tiende al cielo,
suscita la inmediata imagen de un puente que conecta ambos niveles del
universo. Los pueblos antiguos la entendieron como tal y la presencia del árbol
cósmico se reitera en diversas y distantes culturas como maravillosa vía de
doble mano y como representación y compendio del enigma de la vida. Mircea
Eliade, el prestigioso historiador de las religiones, lo expresa así: “…el misterio de la inagotable
aparición de la Vida va acorde con la rítmica renovación del Cosmos. Por esta
razón se concibe al Cosmos como a un árbol gigante: el modo de ser del Cosmos y
sobre todo su capacidad de regenerarse sin fin, se expresa simbólicamente en la
vida del árbol.”
En esta época, arrasadora de todo lo
sagrado, la atención constante de los ambientalistas puesta en estos seres
naturales ha sido ridiculizada en muchas ocasiones queriendo mostrarla como una
especie de idolatría del árbol. Obviamente que esas manifestaciones provienen
de una escasez de inteligencia y sensibilidad o bien de intereses en pugna con
la existencia de árboles y bosques.
Bienvenidos
entonces todos los esfuerzos de la gente con sensibilidad ambiental por
rescatar y conservar aquello que embellece, sana y eleva la vida. Nos acucian,
sin embargo, ciertas inquietudes ¿Defenderemos, amén de los montes y selvas,
solamente la forestación alineada
en calles y paseos públicos o nos tendríamos que extender a los pulmones de
manzana, cada vez más desprovistos de todo verdor y más impermeables, tristes y
sofocantes, cubiertos de construcciones y baldosas? Y ¿dónde pondremos los
muchísimos árboles que necesitamos desesperadamente para mejorar el clima
urbano, haciéndole frente a la mega “isla de calor” en que hemos convertido a
Resistencia (y a toda la región)? ¿Dónde, si desaparecen -uno tras otro- los
espacios verdes devorados por la codicia inmobiliaria?
Hace
unos años, las condiciones del ambiente de Resistencia hubiesen facilitado la
instrumentación de una reserva natural urbana (o de varias), propuesta nada
utópica por lo poco gravoso y casi austero del equipamiento y mantenimiento que
requiere y por la preexistencia de lagunas naturales con su invalorable aporte
paisajístico y húmedo. Pero ¿qué espacios aun quedan disponibles para dicha
reserva? ¿Qué lagunas persisten que no estén reducidas a su mínima expresión,
casi de muestra, y cuya vegetación y fauna autóctonas no hayan sido ahuyentadas
o exterminadas? Y, dentro del ejido de la ciudad, de los escasísimos terrenos
que aún subsisten en condiciones naturales ¿sobre cuál no se cierne la amenaza
inmediata de su arrasamiento?
Muchas
ciudades de Europa, nada beneficiadas como la nuestra con suelos y clima aptos
para tal fin, y carentes de tan abundante biodiversidad, han incluido reservas
naturales no sólo en la periferia sino inmersas en plena trama urbana. En todos
los casos se las instrumentó y gestionó en abierto diálogo y participación con
la comunidad, y se las creó a partir de terrenos que, la mayor parte de las
veces, no fueron rescatados sino completamente reconstituidos (incluso
levantando cemento), hasta lograr muestras representativas del ambiente natural
de antaño. Esos refugios son mantenidos con manejos adecuadamente
planificados y mediante la colaboración de voluntarios, estudiantes y
científicos que no vacilan en acudir debido a la activa política de integración
con la sociedad que lleva a la práctica la administración de cada reserva. Los
visitantes de esas áreas tan especiales, tanto locales como forasteros, las
recorren con gran comodidad: se hallan muy cerca de sus hogares o
alojamientos.
Con
algo de vida silvestre todavía a nuestro alrededor, es una grave omisión haber
consentido en la pérdida de espacios que podrían haber representado un impacto
positivo e importante en e desarrollo auténticamente sustentable de la
ciudad, en su educación, en su sensibilización, y como medio de percibir y
comprender el ambiente, única vía para llevar adelante acciones en su favor y
mejora.
Ningún habitante de la ciudad entenderá cabalmente
lo que representa un bosque si jamás disfrutó de la vivencia de internarse en
uno, y –peor- si los bosques que aún se conservan le van quedando cada vez más
lejanos, más devastados y desprovistos de su esplendor original. A menos que esto sea a lo que se
quería llegar.
Un árbol vestido al natural en el Parque Caraguatá.