Por Clara Riveros
Sosa
El 5 de junio de este
2015 se cumplen 43 años de la apertura de la
Conferencia de
las Naciones Unidas sobre el Ambiente Humano que se desarrolló en Estocolmo,
Suecia. A finales de ese mismo año, 1972, las Naciones Unidas consagró
esa fecha de inicio como Día
Mundial del Medio Ambiente,
con el objetivo de crear, a nivel planetario, una conciencia sobre la absoluta
necesidad de cuidar, restaurar y mejorar el ambiente, cuyo deterioro se
advertía día tras día en veloz avance, entendiendo como ambiente ese espacio en
el que se desarrolla y sostiene la vida; la humana y la de otras especies, 30
millones de ellas quizás. Esa trama que nos incluye comprende desde
microorganismos, hongos, musgos, algas, hierbas, hormigas hasta quebrachos y
gigantescas ballenas azules. Todo ese “nosotros”, más el agua, la tierra y el
aire – que a su vez contienen los mismos elementos presentes en los organismos
vivos- interactuamos de manera incesante y somos interdependientes.
La reunión de Estocolmo
constituyó un umbral, el primer llamado de atención importante y el comienzo de
una gran campaña que ha crecido muchísimo y se ha instalado en casi todas las
mentes, pero no con la fuerza necesaria para obtener logros efectivos y
progresos que superen la veloz degradación que se le infiere a la
Tierra.
Estamos, entonces, ante
una fecha que induce a reflexionar más hondamente acerca de lo condicionada que
está la supervivencia de todos, la posibilidad de un futuro, por nuestras
conductas, colectivas e individuales. Si algo debe celebrarse ese día y todos
los días, es el milagro, la maravilla de la
Vida* y la renovación de nuestro profundo y
total compromiso de respetarla y preservarla. Pero nos convoca a ir mucho más
allá, a avanzar en la acción. Los científicos son ahora quienes nos urgen. Ya
no temen que el énfasis que usan para alertarnos empañe su tradicional rigor
académico. Dueños, actualmente, de un arsenal refinadísimo de métodos,
instrumentos, satélites, computadoras y redes de información, los registros que
obtienen sobre el estado del mundo y sus perspectivas para el mañana, los
avalan para abandonar la cautela y reclamar a viva voz medidas urgentes,
inaplazables, en foros y publicaciones internacionales y en todos los medios de
comunicación. Ellos ya no se limitan a pronosticar, hoy pueden palpar, minuto a
minuto, cómo estamos convirtiendo nuestro ambiente en un lugar dañado y hostil.
Hoy, la gente de ciencia comprueba y confirma hechos que, hasta hace poco
nomás, eran descartados como presagios agoreros de ecologistas un tanto
chiflados; personas que ahora son vistas en su real dimensión de individuos sensibles
y lúcidos.
El mensaje es claro: los
tiempos se acortan y los deberes se acumulan. Tenemos que cuidar la limpieza y
las funciones propias del agua, del aire y del suelo. Utilizar de modo
creciente y apropiado energías renovables y no contaminantes; y emplear a
las de origen fósil con la más extrema moderación y eficacia. Salvar la
biodiversidad que nos sostiene y enriquece. Detener la deforestación y
reforestar apropiadamente y en coherencia con el ecosistema. Practicar una
economía realista en el manejo de los bienes naturales, reutilizarlos y
reciclarlos, e imprescindible: eliminar en lo posible el consumo banal.
En materia de residuos, en vez de seguir llevando a cabo medidas paliativas,
siempre desbordadas por insuficientes, imprimirles a la industria y a la
educación un giro que disminuya en su raíz la producción de basura. Buscar un
mínimo nivel de riesgo en productos, tecnologías y procesos, y rechazar – por
razonable precaución- cuanto suponga una posible amenaza. Defender celosamente
la paz, el reconocimiento de los derechos humanos y la distribución equitativa
de los recursos. Asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos, del mundo, de
un país, de un pueblito, o del sitio más recóndito. Respetar, más que
simplemente tolerar a los otros y formar redes solidarias. Promover y apoyar la
educación, la investigación y la difusión de conocimientos, nuevos y
tradicionales y las expresiones del arte y del espíritu.
Nada produce tanto
bienestar físico y espiritual como el disfrute de la prodigiosa hermosura de la
naturaleza y la frecuentación de relaciones humanas buenas y verdaderas.
Si somos capaces de
imaginar, en un mundo en decadencia, una improbable supervivencia individual, o
limitada a unos pocos encerrados dentro de una estrecha cápsula protectora,
cabe preguntarse si es ése nuestro destino ideal, al que llegaremos con tal de
no privarnos de seguir quemando combustibles fósiles y de respirar sus
emanaciones, de contaminarlo todo con tóxicos poderosos y casi eternos; y por
dejar que ríos, acuíferos, flora, fauna y prójimo desaparezcan ante nuestra
codicia e indiferencia. Un cuadro muy distinto a este lánguido placer de
acostarse en el pasto, a la sombra del sauzal ribereño, dejándose adormecer por
el murmullo de un río limpio, con la sola interrupción de un repentino toc-toc
que nos despabila, aunque lo perdonamos en el acto: es un pájaro
carpintero...¡¡Ah, mirá!!¡Es un carpintero pajizo! Eh, nada menos. Chist, no lo
ahuyentes.
* La vida, según algunos científicos
es un fenómeno tremendamente casual.