Clara Riveros Sosa
“Acaso cada hormiga que pisamos / es
única ante Dios, que la precisa / para la ejecución de las
puntuales / leyes que rigen Su curioso mundo. / Si así no fuera, el
universo entero / sería un error y un oneroso caos.”
Fragmento de Poema de la
cantidad de Jorge Luis Borges
Son nuestros hermanos mayores. Nos
llevan unos cuantos millones de años de ventaja. Atesoran, por lo
tanto, una experiencia muchísimo mayor en la compleja cuestión de
vivir sobre este mundo. Cuando alguna vez pretendimos negar tan
estrecho parentesco, la genética nos llamó al orden y confirmó que
apenas estamos separados de ellos por unos escasos, minúsculos
cromosomas. Y las profundas semejanzas, no indican solamente un
origen en común sino también idéntica susceptibilidad a sufrir
parecidas contingencias y estar destinados, asimismo, a un destino
compartido.
Si todavía consideramos
humillante reconocer a estos familiares cercanos, usaremos sin duda
la palabra animal como insulto y el vocablo humano como
un calificativo sinónimo de bondadoso, generoso, compasivo,
comprensivo…en una completa falta de autocrítica. Basta echar un
somero vistazo al estado en que dejamos el planeta tras nuestro breve
paso por él y las pésimas relaciones que establecemos con nuestros
propios congéneres para sospechar que nos proporciona un alivio
inmenso depositar sobre los otros lo peor que hallamos en nosotros
mismos y no deseamos asumir. La condición de pensante y sapiens
no tiene ninguna razón para ser fuente de soberbia, pero impone,
eso sí, una pesada carga de responsabilidades. La capacidad de
tender una mirada hacia el futuro y de prever consecuencias conlleva
la obligación de responder de nuestros actos y de hacernos
merecedores de esas cualidades tan hermosas que nos atribuimos.
La mayor parte de
las veces la existencia de otros seres vivos ni siquiera es tenida en
cuenta
en proyectos y decisiones. La caza
supuestamente deportiva se vuelve a menudo el tiro de gracia
luego del exterminio consumado por la
contaminación, la desaparición de sus hábitat y la vertiginosa
reducción de la biodiversidad. No se los recuerda y se los descarta
con la ligereza de un
relojero loco que tirase las piezas
que no le interesan o que no sabe para qué sirven. Después -qué
sorpresa- algo empieza a funcionar mal.
Con todo apresuramiento
condenamos como plagas a ciertas especies que nos ocasionan
molestias, sin habernos detenido antes a analizar y gestionar de
manera inteligente la interacción con ellas. Haberlas decretado
plagas equivale a una sentencia de aniquilación lisa y llana. A
corto, mediano o largo plazo se corporizan resultados negativos,
algunos pronosticables, otros absolutamente imprevistos que, con
demasiada frecuencia, se vuelven en contra hasta de aquéllos que
los promovieron.
¿Ponemos excesiva esperanza
en pedir respeto por los otros, sensatez y amor por la vida a una
especie que poco y nada cuida de sí misma?
Los animales, así nos
resulten feroces, tímidos, útiles, inquietantes o amigables, lo
son en completa inocencia. Mientras, constituyen para nosotros una
fuente inagotable de conocimientos, compañía, contemplación,
placer estético, música, poesía, bienestar físico y espiritual y
también de aprendizaje y reflexión sobre la propia naturaleza
humana.
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