Por Clara Riveros Sosa
5
de junio
Estamos
acotados e impregnados por el ambiente en que vivimos y, en mutua
interacción, éste nos condiciona en la misma medida en que, a
nuestra vez, lo estamos alterando y transformando. Su futuro es el
nuestro.
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Con
la esperanza puesta en futuros Días del Ambiente que constituyan una
ferviente y gozosa celebración de la Vida.
Hoy
es una jornada de conmemoración muy especial para nosotros, como
ambientalistas que somos, y para toda la humanidad: el Día del
Ambiente.
En
1972, la Asamblea General de las Naciones Unidas estableció al 5 de
junio como recordación porque fue la fecha inicial de la
Conferencia de Estocolmo, Suecia, sobre Medio Ambiente Humano
celebrada ese año. La conferencia significó un hito notable e
histórico, ya que nunca antes líderes y representantes de países
de todo el mundo se habían reunido para deliberar sobre temas que,
hasta entonces, permanecían como subsidiarios y poco dignos de ser
tenidos en cuenta, mucho menos con tanta trascendencia y a nivel
internacional. Como es de imaginar, la dirigencia mundial no fue
impulsada para reunirse a debatir esas cuestiones por ninguna
inspiración divina ni de pura buena voluntad sino porque la
situación del ambiente global ya había vuelto imperioso poner esos
problemas sobre la mesa y encontrar urgentes vías de salida.
Consideramos
que desde entonces se avanzó bastante en cuanto a instalar la
cuestión ambiental en los primeros planos y en la conciencia
pública, a la vez que en hacerla eje cada vez más frecuente de los
discursos oficiales –o, al menos, referencia necesaria en ellos-
siquiera para hacer gala de la debida y aparente corrección
política. Dicho esto porque continúa en gran escala la destrucción
del ambiente, pero ahora ya no se la comete con total ignorancia y
rara vez a cara descubierta, sino con plena mala conciencia y
tratando de disimularla o bien de justificarla tras supuestos
beneficios, generalmente económicos. Dichas utilidades suelen ser
ciertas, sólo que de muy corto plazo, y no van a parar a las
comunidades que recibieron los anuncios de supuesta prosperidad, sino
que son encaminadas de antemano a concentrarse en algunas cuentas
bancarias.
Desde
aquel año de 1972 se han logrado la sanción de leyes y normas y el
consenso y la firma de diversos acuerdos y protocolos
internacionales, todos en beneficio del ambiente, por más que los
objetivos fijados y el eficaz cumplimiento de lo dispuesto no lleguen
a concretarse cabalmente, se los demore o incluso se los distorsione,
pero eso sí, esas normativas constituyen óptimas bases para
implementar la defensa del ambiente o exigir su restauración, sin
olvidar que nuestras constituciones (nacional y provincial)
consideran un deber ciudadano ejercer esa defensa.
Por
regla general, las dirigencias en su conjunto y la dirigencia
política en particular no se interesan en los temas ambientales
salvo en momentos muy puntuales, como durante la coyuntura de un
conflicto que no se puede soslayar sin costo (político, claro está),
cuando estallan movimientos sociales por asuntos relacionados con los
recursos naturales, o bien porque grupos de ciudadanos locales
manifiestan con intensidad y persistencia sus reclamos ante una
afectación ambiental y lo llevan a cabo a un extremo que se torna
inocultable.
Hasta
cuando con ocasional buena fe funcionarios y gobernantes pretenden
incursionar en el área con legislaciones o proyectos
bienintencionados, suelen cometer gruesos errores porque, aun
provistos de información y estadísticas, no acceden a los conceptos
de fondo. Tampoco les queda claro que la ecología no se encuentra
comprimida en una disciplina cerrada sino que las trasciende a todas
y que es abarcadora, holística. Esta idea también resulta de
difícil aprehensión para la mayoría, lo que se extiende
frecuentemente hasta a algunos ámbitos académicos. Entretanto,
ciertas nociones básicas en materia de ambiente que años atrás
sólo estaban en boca de especialistas, ahora ya son patrimonio
popular, por más que estemos a años luz de una deseable y masiva
educación ambiental.
La
disociación mental que se establece entre la realidad del ambiente y
lo que en él sucede, como si no existiese conexión entre ambas
cosas, es fuente de malas interpretaciones y de un imaginario
falseado. No acertamos a entender que estamos acotados por el
ambiente en que vivimos y que, en mutua interacción, éste nos
condiciona en la misma medida en que, a nuestra vez, lo estamos
alterando y transformando. La mejor pauta de que en verdad no lo
asumimos nos la dan las conmemoraciones de carácter histórico, en
donde lo ambiental no se hace presente, cono si toda la historia que
se desarrolló en estas tierras hubiese sido posible -tal cual fue-
en cualquier otro lugar del planeta y desligada de las circunstancias
que son propias y particulares de esta parte del mundo y que de la
misma manera definen nuestro presente. Y seguimos ajenos a que,
además, en ese movimiento de ida y vuelta, la historia, el presente
y la historia futura quedaron y quedarán marcados por la forma y
medida en que actuamos sobre el ambiente.
A
propósito de ese fenómeno que podríamos definir como “el
ninguneo
del ambiente”, reflexionaba en la actualidad Antonio E. Brailovsky
(¹) : “...en
el siglo XX, nuestra soberbia tecnológica nos hizo creer que las
sociedades humanas podían prescindir de la naturaleza. Allí
olvidamos nuestra historia ecológica y la estamos recuperando
trabajosamente ahora.”
En
contra de la comprensión del pasado juega la falta de conciencia de
las características sustancialmente diferentes del ambiente en
épocas anteriores, de cómo lidiaron con él quienes nos precedieron
y de los procesos de cambio que fue experimentando en acelerada
progresión hacia el día de hoy. Con igual ajenidad se actúa sobre
el presente, como si todo dependiera de la voluntad humana, en
absoluta independencia de la naturaleza en la que estamos insertos.
De más está decir que de esa miopía -espontánea pero también
demasiadas veces deliberada- provienen incontables calamidades que
nos afligen, o que nos afligirán en plazos medianos o más o menos
cortos, y que se vuelven cada vez más cortos por acumulación de
impactos negativos.
La
esperanza de disfrutar de un mejor ambiente, de restaurarlo, de
evitar y aminorar las huellas deletéreas de nuestra presencia en él;
la esperanza, en suma, de un futuro más digno en este planeta y en
armónica compañía con los congéneres y los demás seres vivos,
sólo puede apoyarse en la decisión por parte de los ciudadanos de
sacar afuera la íntima adhesión que mayormente comparten por la
cuestión ambiental, y acompañada por la voluntad de reunirse y de
tomar un protagonismo organizado. Determinación nada cómoda, por
cierto, pero es la que ha llevado a alcanzar las metas superiores y
las reivindicaciones legítimas que se han logrado en otros órdenes.
(¹)
Licenciado en Economía Política, ecologista,
escritor, catedrático, investigador; desempeñó importantes cargos
públicos.
Es autor, entre otros textos que vinculan historia y ecología, de
la Historia ecológica de Iberoamérica.