jueves, 21 de abril de 2016

NO JUGAMOS DE VISITANTES

de Clara Riveros Sosa


El Día de la Tierra que se conmemora el 22 de abril podría suponerse, ignorando su origen, como la ocasión mayor para celebrar, con alegría y profunda gratitud, la dicha de ser nativos y residentes de este planeta extraordinario y beneficiarios de sus innumerables dones. Por contraste, el corazón se nos encoge al observar las imágenes, transmitidas por naves espaciales, que muestran otros mundos de alucinante desolación, fascinantes, sin duda, pero tan poco hospitalarios como una inmensa pesadilla. Evidentemente, ninguno de esos sitios lejanos es nuestro hogar.
Se vuelve muy penoso recordar que el Día de la Tierra no cumple propósitos festivos –como ojalá fuera- sino que consiste en una jornada anual fijada para crear conciencia acerca del daño descomunal que le venimos causando a la única patria que tenemos en el universo, y con ella a nuestros semejantes y a nosotros mismos. Pero también y fundamentalmente da lugar a que la reflexión nos lleve, lo más pronto posible, a tomar el buen camino.

Sin duda, no basta con un día especial, ni tampoco bastó con los cuarenta y cuatro años transcurridos desde que se lo estableciera. De entonces para acá la destrucción, en vez de disminuir, se ha venido acelerando a un ritmo alarmante. 
Fue celebrado internacionalmente por primera vez el 22 de abril de 1970, a partir de una iniciativa del senador Gaylord Nelson, activista ambiental, popular para la creación de una agenda ambiental. En esa convocatoria participaron dos mil universidades, diez mil escuelas primarias y secundarias y centenares de comunidades. La presión social tuvo sus logros y el gobierno de los Estados Unidos creó la Environmental Protection Agency (Agencia de Protección Ambiental) y una serie de leyes destinada a la protección del medio ambiente.
Tenemos que considerar que en este planeta no jugamos de visitantes; la estadía de cada uno dura todo el tiempo de cada existencia individual, pero no es un “toco y me voy” porque, al término de nuestros días, dejamos a nuestros descendientes como rehenes de los desatinos que cometimos o tal vez –de nosotros depende- como herederos y continuadores de un rescate que debimos comenzar ayer. Todavía se puede. 

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