El Día de la Tierra que
se conmemora el 22 de abril podría suponerse, ignorando su origen,
como la ocasión mayor para celebrar, con alegría y profunda
gratitud, la dicha de ser nativos y residentes de este planeta
extraordinario y beneficiarios de sus innumerables dones. Por
contraste, el corazón se nos encoge al observar las imágenes,
transmitidas por naves espaciales, que muestran otros mundos de
alucinante desolación, fascinantes, sin duda, pero tan poco
hospitalarios como una inmensa pesadilla. Evidentemente, ninguno de
esos sitios lejanos es nuestro hogar.
Se vuelve muy
penoso recordar que el Día de la Tierra no cumple propósitos
festivos –como ojalá fuera- sino que consiste en una jornada anual
fijada para crear conciencia acerca del daño descomunal que le
venimos causando a la única patria que tenemos en el universo, y con
ella a nuestros semejantes y a nosotros mismos. Pero también y
fundamentalmente da lugar a que la reflexión nos lleve, lo más
pronto posible, a tomar el buen camino.
Sin duda, no
basta con un día especial, ni tampoco bastó con los cuarenta y cuatro años
transcurridos desde que se lo estableciera. De entonces para acá la
destrucción, en vez de disminuir, se ha venido acelerando a un ritmo
alarmante.
Fue celebrado internacionalmente por primera vez el 22 de abril de 1970, a partir de una iniciativa del senador Gaylord Nelson, activista ambiental, popular para la creación de una agenda ambiental. En esa convocatoria participaron dos mil universidades, diez mil escuelas primarias y secundarias y centenares de comunidades. La presión social tuvo sus logros y el gobierno de los Estados Unidos creó la Environmental Protection Agency (Agencia de Protección Ambiental) y una serie de leyes destinada a la protección del medio ambiente.
Tenemos que
considerar que en este planeta no jugamos de visitantes; la estadía
de cada uno dura todo el tiempo de cada existencia individual, pero
no es un “toco y me voy” porque, al término de nuestros días,
dejamos a nuestros descendientes como rehenes de los desatinos que
cometimos o tal vez –de nosotros depende- como herederos y
continuadores de un rescate que debimos comenzar ayer. Todavía se
puede.
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