Clara
Riveros Sosa
Últimamente,
casi todo el país se encuentra afectado por una temporada sumamente
lluviosa, plena de vaivenes meteorológicos con episodios repentinos,
sobresaltos e inconvenientes varios, que en muchos lugares han
desembocado en verdaderas catástrofes. Las características de estos
días superan las que son propias del otoño porque se han instalado
desde mucho antes. Las graves situaciones planteadas quizás se deban
a que la mayoría de la gente -particularmente quienes tienen la
capacidad de tomar decisiones importantes- no se ha tomado demasiado
en serio la cuestión del cambio climático.
Tal
es el panorama de este abril de 2017, mes abundante como pocos en
jornadas conmemorativas referidas al ambiente: el 19 es el Día
del Aborigen Americano, el 22 se conmemora el Día
Mundial de la Tierra, el 26 se cumple otro Aniversario
del Accidente Nuclear de Chernobyl (1986) y el 29 es en
nuestro país el Día del Animal.
De
todo lo mencionado, casi nada hay que festejar. Por eso mismo,
Naciones Unidas auspicia este año la campaña denominada
«Alfabetización
ambiental y climática»,
lanzada por la ONG Earth Day Network en el entendimiento de lo
muchísimo que falta hacer en este campo. Mientras tanto, la UNICEF
(organización de las Naciones Unidas para la Infancia) proporciona
materiales informativos y de apoyo para formar a los niños en la
comprensión y en la manera de afrontar esta cuestión. La UNICEF
manifiesta su convencimiento de la necesidad de una Educación
sobre el Cambio Climático y el Ambiente y
de que ésta se puede integrar al diseño, a la ejecución y a la
práctica de las escuelas, muchas de las cuales, en varios sitios del
mundo, ya están incorporándola a sus planes de estudio.
El
22 de abril, Día Mundial de la Tierra, debería ser
ocasión de celebrar a este planeta hospitalario, diverso y tan a la
medida de sus habitantes que fuera de él no podríamos sobrevivir
sino por medio de artificios incómodos y sumamente complejos…y no
por mucho tiempo. Como para manifestarle nuestro profundo respeto.
Eso es justamente lo que hacían los pueblos originarios cuyo día se
celebra sólo setenta y dos horas antes del Día de la Tierra. Para
aprovechar los bienes de la naturaleza tomaban precauciones, pedían
permiso a las divinidades protectoras y luego les demostraban su
agradecimiento. Las etnias que fueran nómadas o trashumantes al
retirarse de una zona permitían con ello la restauración de los
ambientes que abandonaban, en tanto que los pueblos sedentarios,
obtenían y conducían agua, cultivaban y criaban animales de acuerdo
con su entorno y a favor del mismo, no en su contra, aplicando
ingeniosas tecnologías que, cuando no fueron posteriormente
destruidas o abandonadas, aun siguen en vigencia tantos siglos
después. Los creadores de esas culturas, discriminados y
empobrecidos, hoy van en pos de su imprescindible reivindicación.
Lo
que le hacemos a nuestros semejantes es fiel reflejo del trato que le
damos a la Tierra. Ahora nos cuesta retomar el pulso de este
planeta/hogar e integrarnos a sus ritmos, porque, además de que la
humanidad se ha vuelto mayoritariamente urbana y ajena a la
naturaleza, lo que hoy entendemos por “naturaleza” ya no es lo
que fue en tiempos lejanos, tan profundamente intervenida y afectada
como está (en ocasiones de modos no fácilmente visibles para el
observador distraído) o definitivamente arrasada por las acciones
de nuestra especie, aun por aquéllas desarrolladas a muy largas
distancias de esos que consideramos espacios “naturales”.
N No
alcanzan incontables páginas para anotar todos los desastres que
hemos desatado. La sola mención de Chernobyl que aconteció el 26
de abril de 1986
y sumarle el accidente
nuclear de Fukushima, Japón,
ocurrido el 11
de marzo de 2011
(posteriormente al terremoto
y al tsunami), nos da por resultado apenas dos botones de muestra.
Evidentemente no estamos celebrando a la madre Tierra que nos
sostiene y necesitamos con urgencia volver a escuchar su pulso -el
pulso de la Vida- y a conectarnos con sus ritmos. El efecto
bienhechor de restaurar esa relación, aunque sea temporalmente, lo
apreciamos en las vacaciones, en un fin de semana y hasta en un
instante de recreo, si no ¿por qué elegimos en esas ocasiones salir
al campo, caminar por playas y bosques, bañarnos en ríos y mares,
trepar a una montaña, sentir en la cara el aire fresco, deslizarnos
por la nieve, admirar la majestuosidad de un glaciar o de unas
cataratas o el salto increíble de una enorme ballena, y , hasta
mínimamente –lejos de tanta espectacularidad paisajística-
reunirnos a tomar unos mates bajo la generosa sombra de un árbol,
emocionarnos ante los brotes de las semillas que sembramos en una
maceta o con el repentino canto de un pájaro en la ventana?
Realizando observación de aves silvestres en el patio de las escuelas rurales, luego de las charlas dictadas por el COA Guaicurú en el 2016. |
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