viernes, 10 de abril de 2015

Compartimos esta excelente nota que refleja lo particular y asombroso que resulta la práctica de la observación de aves. ¡Que la disfruten!


Jilgueros dorados (Sicalis flaveola) machos y hembras sobre una cerca de un barrio de la Ciudad de Resistencia

Picabuey (Machetornis rixosa) a la izquierda y tijereta (Tyrannus savana) a la derecha, posados sobre una luminaria.



Publicado en El Diario de la Región, de Resistencia, Chaco, el 6 de noviembre de 2004



MIRAR PAJARITOS


Clara Riveros Sosa


En un pequeño grupo de observadores de aves –nunca somos muchos-­ comentábamos días pasados las conexiones existentes entre los emplumados objetos de nuestra atención y sus antecesores los reptiles. Bueno, todos ellos,­ aves y reptiles­ si vamos al caso, son antepasados de nosotros los mamíferos; pero entre reptiles y aves se advierte fácilmente la cercanía en la evolución.

Hablábamos también del particular vínculo de simpatía que establecemos con las aves, que nos seducen con su belleza, con sus voces, con sus diversos y fascinantes comportamientos y con la magia del vuelo, una obsesión humana refugiada en los sueños de todos y en todas las civilizaciones ¿Quién no ha vivido dentro de un sueño, o de muchos, la experiencia de remontarse en el aire y desplazarse libremente en él, no dentro de un artefacto sino tan sólo con el propio cuerpo? Nos quedaba una duda: saber qué nos lleva, más allá de la curiosidad y la admiración ante conductas y rasgos de inteligencia, a sentir esa especial afinidad con estos descendientes de los dinosaurios. Opinábamos que quizá intervenga en ello algo menos evidente desde lo visual y exterior pero que se manifiesta cuando logramos sostener un ave viva en nuestras manos. Resulta más o menos suave pero esencialmente tibia, cálida. Es que en algún momento (momento que puede haber durado millones de años) de esos complejos procesos evolutivos, estos animales dieron un gran paso: dejaron de ser de sangre fría y adquirieron la capacidad de mantener estable la temperatura de sus cuerpos, lo cual permite que, al tocarlos, tengamos esa “sensación térmica” que nos hermana y nos genera más empatía con una garza o un jilguero que con un pez o una lagartija, por muy dignos de interés que sean.

La atracción que nos generan las aves se sustenta también en la posibilidad de encontrarlas en todos los ambientes de la Tierra y enfrentando climas rigurosos y extremos, salvo en el interior de la Antártida. En medio del océano, lejos de los continentes, los navegantes encuentran petreles y albatros descansando sobre el sube y baja de la superficie líquida. Arriba de la montaña nos sobrevuelan los cóndores, y cuando, a casi cinco mil metros de altura, el mal de puna está a punto de vencernos, frágil e inesperado zumba en nuestras narices un colibrí, en tal momento y lugar que se asemeja a una alucinación. Radares y satélites dan cuenta de bandadas en vuelo, de pájaros pequeños, detectadas hasta a seis mil metros sobre el nivel del mar. Rodeadas por la desolación, unas remotas lagunas altoandinas con aguas de intolerable composición química natural, albergan, sin embargo, extraordinarias poblaciones de flamencos. Ni hablar de lugares propicios, de templados a cálidos, con suficiente vegetación y agua dulce, donde la avifauna puede llegar a la exuberancia. Es así como la disfrutamos aún en plena ciudad. Aquí, en Resistencia, observamos halcones en los edificios altos, escuchamos a jilgueros, cabecitas negras y zorzales en la poco arbolada plaza Belgrano; mientras, mataduras y horneros bajan al suelo en la plaza 12 de octubre. Y esto va como reducidísimo muestrario de lo más común de una abundancia en especies que llega a cualquier patio o ventana con sólo prestarle ojos y oídos.

Cuando ahondamos un poco en sus secretos, las aves comienzan a desenvolver un arsenal de misterios, uno dentro de otro, que le quitan el sueño a muchos científicos, ávidos de entender y manejar las claves de ciertas propiedades particularísimas que los seres humanos no poseemos y que son privilegio de quienes quedaron en los pasos anteriores a nuestra evolución. Es así como se indaga en el fenómeno de la orientación de las aves migradoras, que no pierden el rumbo de noche o con nublado y que parecen sumar, a su excelente visión y a su memoria topográfica y astronómica, una especie de respuesta bioquímica a las alternativas del magnetismo terrestre.

Otros investigadores, entretanto, persisten en su trabajo, alentados por las perspectivas que ofrece a la medicina la cualidad del cerebro de las aves de autoregenerarse. Piensan que los humanos hemos perdido esa propiedad, pero que quizá, estudiando a las aves ­esos lejanos hermanos mayores­ se descubra un mecanismo, un estímulo, que la reactive. Se obtendría de esta manera tanto la recuperación de cuantos han perdido funciones cerebrales por accidente o enfermedad, como la oportunidad de mantener una vejez totalmente lúcida.

Junto a innumerables motivos de interés que deparan a la ciencia y, por su intermedio, a las expectativas de la gente corriente, las aves, en razón de su omnipresencia –favorecida por el vuelo­, notorias, visibles o audibles, de día o de noche, no dejan de recordarnos que en el denso y complejo tejido de la vida en el que estamos entramados, los hilos van y vienen en todas las direcciones, imaginables e inimaginables, uniendo en un mismo destino la suerte de especies vegetales y animales, de microorganismos invisibles con ballenas y elefantes. Como las rutas de unos chorlos que unen anualmente Groenlandia con la Patagonia, ajenos por completo a las leyes que regulan fronteras y espacios aéreos, al igual que las golondrinas que hoy están en Goya (Corrientes) y en el otoño partirán a California. Con su ubicuidad como clase animal y con sus idas y venidas, las aves se constituyen en idóneas reporteras (y víctimas), en tablero de señales que enseguida acusa todas las alternativas del cambio climático, de los casos de contaminación, de las alteraciones provocadas a los ecosistemas; al estilo de los famosos canarios que los mineros europeos del carbón llevaban consigo antaño al descender a las profundidades. Si el canario moría los obreros debían salir velozmente a la superficie: era la indicación de una imperceptible emanación de gas grisú, mezcla de metano altamente explosiva. Necesitamos hoy saber leer los mensajes que nos transmiten no solamente unos canarios cautivos.

Actualmente muchas aves van camino a la extinción porque, aún habiendo sobrevivido a la contaminación con agroquímicos, de resultas de ella ya no pueden fijar el calcio, y sus huevos, ahora de cáscaras finas y quebradizas, no resisten el peso de sus progenitores cuando los empollan. Hay plantas que desaparecen junto a las aves con las que han co­evolucionado y establecido una dependencia a veces mutua. Los insectos, reiteran siempre los biólogos, serían los dueños absolutos del mundo si no fuera porque acá están las aves para controlarlos. Empezamos a sospechar que hicimos algo mal cuando ­después que exterminamos aves rapaces, junto con zorros, víboras y felinos silvestres­ proliferan los roedores a extremos catastróficos y se extienden epidemias de leptospirosis, hantavirus, mal de los rastrojos y otras.

Hay argumentos más que suficientes para cuidar la fauna y ser extremadamente cuidadosos hasta con las especies que tan fácilmente consideramos plaga y deseamos eliminar (como un mecánico loco que tirase todas las piezas del motor que no supiese a dónde van o para qué sirven). Aún si no hubiese tantas razones, aquí, en nuestra región, contando con casi el 15% del total de aves del mundo y en el contexto de una rica biodiversidad y de unos paisajes que fascinan muchísimo más a extranjeros y a argentinos de más al sur que a sus propios habitantes, tenemos una rica veta para un desarrollo armónico que no aprovechamos. Todavía son pocos los que entienden que existen muchas personas en otros países que admiran, sueñan y desean ver mucho de lo nuestro, de eso a lo que habitualmente no se da cabida en nuestros planes por la dificultad que tenemos de imaginar que otros puedan gustar tan intensamente (y pagar bien por venir a disfrutarlo) de cosas para las que no hemos desarrollado sensibilidad alguna y hasta descartamos o ignoramos. Por eso, a este rico patrimonio, antes de tomar ningún curso de acción a su respecto, tenemos que conocerlo en profundidad nosotros mismos, los que convivimos con él, aun sin advertirlo.

Tal vez continuemos con el tema -­da para más-­ en otra ocasión. Son muchas las cosas que se piensan entre amigos y mirando pajaritos por ahí.

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