Desde
siempre los humanos hemos compartido el mundo con las otras especies
de animales, ésas de las que pretendemos diferenciarnos
autodenominándonos sapiens.
Es más, ellos fueron nuestros antecesores por muchos millones de
años. En realidad, pertenecemos a una especie arrogante pero
advenediza.
Por
siempre los animales nos han inspirado fascinación, curiosidad,
muchísimo temor al tratarse de los depredadores o sospechosos de
serlo; a la par de que nos generaron un interés intensamente
dependiente todos aquellos que nos proporcionaban alimento por medio
de la caza, esa riesgosa actividad que decreció por vía de la
domesticación. Con esta última y exitosa estrategia imprimimos un
cambio contundente tanto a la vida humana como a la existencia de
los animales que logramos amansar. De este modo conseguimos tenerlos
disponibles, próximos a nuestros hogares -hasta habitando en ellos-
y pasamos a descubrirles una cantidad de utilidades más que nada
tienen que ver con la comida y que no implican la necesidad de
sacrificarlos.
Más
allá de esta relación signada por conveniencias, en el mundo entero
y en incontables casos, las características y capacidades propias
de ciertos animales no sólo atraparon la atención de nuestros
antiguos congéneres sino que además suscitaron su envidia
admirativa y un respeto reverencial ligado a la creencia de que
poseían poderes sobrenaturales, que mantenían relación con los
dioses o, en ocasiones, que las mismas deidades se encarnaban en
ellos.
En
ese contexto, pocos animales han despertado tanto asombro y embeleso
como las aves: ellas poseen la muelle suavidad del plumaje y
comparten con los humanos la calidez corporal; muchas emiten la
primera música habida en la naturaleza y nos acarician el oído con
sus voces; otras tantas ofrecen unas imágenes bellísimas y colores
maravillosos. Pero ninguna de esas dotes, por deslumbrantes que
resulten, pueden compararse a su atractivo máximo: la magia soberana
del vuelo.
Despegarnos
del suelo impelidos nada más que por el propio cuerpo, remontarnos a
las alturas, cruzar de un continente a otro, atravesar océanos y
cordilleras, mirar la Tierra desde lo alto, son experiencias
intensamente ambicionadas por la humanidad entera y sólo posibles en
medio de los sueños compartidos por todos los tiempos y todas las
culturas. Con tal ansia incumplida de vuelo y libertad, optamos
entonces por proyectarla en los superhéroes, dueños de ese poder
especial que despliegan en series, historietas y películas o
también, de acometer algún intento en la danza.
Es
cierto que hay aves que no vuelan, pero son las menos y se lucen con
otras cualidades, en tanto que las que sí se desplazan por las
alturas arrebatan la imaginación de manera arrasadora...el vuelo nos
eleva, hasta por puro placer de contemplación.
Parece
natural entonces que las aves hayan sido consideradas mensajeros de
los dioses, que en la mitología y las representaciones artísticas
griegas la lechuza (Athene
noctua),
que
acompañaba a
Atenea,
encarnara la sabiduría; que los aborígenes de nuestra región se
mantengan aun atentos a los avisos que les dan las aves sobre
acontecimientos próximos; que el picaflor condujera al cielo las
almas de los guerreros guaraníes muertos en combate y que, en
cambio, según los nahuas, el colibrí se ocupara de traer de regreso
al mundo a las víctimas de sacrificios; que el picaflor o colibrí
–tan exclusivo de América- tuviera asimismo un protagonismo
decisivo en muchas creencias indígenas dentro de diferentes
geografías del continente y representara un aspecto de la energía
del sol; que las águilas hayan sido y sean emblema de poder y
aparezcan como tales en banderas y escudos de diversas naciones; que
Hermes (Mercurio para los romanos), mensajero entre sus pares del
Olimpo, se desplazara en el espacio por medio de sandalias aladas
como pájaros; que la lechuza, urucureá en guaraní, tuviera a su
cargo impedir el fin del mundo cuidando el equilibrio entre especies;
sin olvidar al guacamayo mágico presente en el Popol Vuh de los
mayas; ni a los zopilotes (jotes) que esos mismos pueblos vinculaban
con el inframundo; ni a los también mágicos pájaros persas; ni a
nuestro crespín, que en guaraní es che-sy
que significa “mi madre” y se dice que es el llamado del alma de
un niño que se perdió por desobedecer la recomendación materna; ni
al carau – otro que nos juega de local- popularizado en leyenda y
chamamé, donde también se arrepiente del abandono filial en que
incurrió; y esto va apenas como un botón de muestra pleno de
omisiones de esa interminable lista elaborada con aportes de todas
las civilizaciones sin excepción.
Hasta
aquí estuvimos refiriéndonos a aves de existencia real que
adquirieron un status mitológico y no mencionamos aun a las aves o
semi-aves que son fruto de la pura imaginación que las combinó con
elementos fantásticos y con atributos de otras especies. En tanto,
no olvidaremos que la Biblia narra que Noé soltó aves desde su arca
para averiguar si ya había tierra firme en algún punto y que la
paloma regresó con una ramita de olivo en el pico, constituyéndose
así hasta hoy en la universal representación de la paz (Dios da por
terminado el castigo). Mientras que en la iconografía cristiana la
paloma blanca simboliza al Espíritu Santo.
La
astronomía no ha sido la excepción ante tanto arrobamiento frente a
las aves: desde tiempos arcaicos la humanidad levantó la vista al
cielo nocturno y creyó ver dibujos plasmados por grupos de
estrellas: un barco, un perro, un león, un cazador, una balanza, y
muchos más, y así dieron nombre a las constelaciones y, entre
ellas, no podían faltar las aves, De esa manera contamos con nueve
constelaciones que se llaman: Cisne,
Águila, Grulla, Ave Fénix y Ave del paraíso, en el hemisferio
norte celeste; y en el hemisferio sur celeste: Paloma, Cuervo, Pavo
real y Tucán.
La
rica trama cultural tejida alrededor de las aves y la admiración
general que éstas promueven, han extendido un vasto universo de
leyendas, cuentos populares, coplas, refranes y canciones de origen
anónimo, a las que se suman representaciones en pinturas, murales,
máscaras, esculturas, relieves, adornos, joyas y objetos de uso
cotidiano, además de obras literarias y musicales de autores
conocidos, y aquí van unos pocos ejemplos entre miles de estas
últimas: el concierto de Vivaldi Il
cardellino;
el lied Oye,
oye la alondra
de Schubert; El
pájaro de fuego,
ballet de Stravinsky; El
pájaro azul,
obra de teatro de Maeterlinck; el
poema de Charles
Baudelaire El
albatros;
otro
de
Samuel
Taylor Coleridge titulado Balada
del viejo marinero,
cuyo protagonista es también un albatros; geográficamente más
cerca de aquí, la clásica guarania Pájaro
campana
y, de vuelta en Corrientes, entre su música folclórica prolífica
en melodías dedicadas a las aves, encontramos la polca Pájaro
chogüí,
y esto, insistimos, sólo por citar
algunos. Las voces de las aves son imitadas por instrumentos
musicales, por cantantes y por silbadores eximios. Para enaltecer al
inolvidable Carlos Gardel se lo llama “el zorzal criollo”; por su
humildad, a la cantante Edith Piaf se la recuerda siempre como “el
gorrión de París”; y la bella pulpera de Santa Lucía, según
dice la tradicional canción, “cantaba como una calandria”;
muchas décadas atrás los chicos entonaban las antiguas estrofas de
“la pájara pinta” que después María Elena Walsh supo
rescatar. En todas las épocas existen grupos musicales que adoptan
el nombre de pájaros melodiosos; por sólo nombrar a uno, recordemos
al grupo coral tan emblemático de nuestra provincia del Chaco como
es el Coro Toba Chelaalapí, cuya denominación, en lengua qom,
significa justamente “bandada de zorzales”.
Mal
que les pese a las aves, a lo largo de los tiempos fueron raras las
épocas y culturas que se privaron de arrebatarles a las aves sus
plumas para confeccionar amuletos o emblemas de poder y aprovechar
las más bellas para engalanarse.
Sin
que nos demos cuenta, las aves revolotean en el lenguaje cotidiano:
“ave de paso”; “come como un pajarito” (¡falso! ¡cuánto
comen los pajaritos!); “pájaro que comió, voló”; “ave de mal
agüero”; “me lo contó un pajarito”; “madruga como el
gallo”; “siempre alerta como el teru”; “una golondrina no
hace verano”; “levantar la perdiz”; “y dicho con cariño a
una criatura: “es mi pichoncito”; o refiriéndose a un hogar
feliz: “éste es nuestro nido”. Y nos complace destacar la
laboriosidad del hornero -nuestra ave nacional- que trabaja y canta;
así también, cuando queremos sacarnos de encima nuestros peores
defectos no dudamos en atribuírselos a algún ave: cuervos y
buitres, aunque aleguen inocencia, se llevan la peor parte, al igual
que esos que ponen el huevo en nido ajeno. Si continuamos buscando
más casos seguiríamos casi al infinito. Así como han ocupado todos
los continentes las aves han invadido placenteramente la fotografía,
el cine, la televisión y los dibujos animados.
A
las aves, omnipresentes en el planeta, salvo en el interior de la
Antártida, y omnipresentes también en nuestra vida cotidiana, tanto
físicamente como en el imaginario y en el lenguaje, las hallamos
tanto en las áreas silvestres como en campos y ciudades, en el
jardín, en la calle y en la ventana de casa. Las aves forman parte
del inmenso y dinámico equilibrio del universo: no deben desaparecer
de él porque sería como quitarle una pieza al conjunto de la Vida,
es decir a este inconmensurable juego de la yenga en que toda la
estructura depende de la parte más pequeña para no venirse abajo,
concepto éste muy arraigado en las culturas tradicionales. Las aves
nos representan, son señales de identidad de nuestro lugar en el
mundo; observarlas, aunque sea por un instante, nos distiende y
aleja de las tensiones diarias y, cuando finalmente levantan vuelo,
nos obligan a mirar al cielo.
Clara
Riveros Sosa
Para
COA Guaicurú
Dibujo de un ejemplar de guaicurú realizado por un artista venezolano (Foto: Gustavo A. Leoni)
Imagen popular de San Francisco de Asís (Foto: Gustavo A. Leoni)
Bolso con diseño de aves venezolano (Foto: Gustavo A. Leoni)
Partitura de la obra musical "El Tocolote" (Foto: Gustavo A. Leoni)
Aro con diseño de lechuza (Foto: Gustavo A. Leoni)
Abre carta con diseño de guacamayo (Foto: Gustavo A. Leoni)
Escultura en madera de un picaflor elaborado por wichís (Foto: Gustavo A. Leoni)
Escultura con diseño de tucan. (Foto: Gustavo A. Leoni)
Obra del artista wichí Reinaldo Prado (Foto: Gustavo A. Leoni)
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