Clara Riveros Sosa
El ambientalismo surgió deseoso de que
el ser humano se sintiera integrado con el medio, que se entendiera a
sí mismo como parte de él, conectado con todo lo que contiene, y
que comprendiera
entonces que esas relaciones de ida y
vuelta deben necesariamente ser justas, equitativas – responsables,
por su parte-, para que la vida no sólo continúe sino para que
valga la pena. Lástima grande que el ambientalismo no haya sido
desde siempre una idea corriente, una convicción arraigada y, en
todos los órdenes, una práctica habitual que nos facilitara la
existencia. Muy por el contrario, debió aparecer como una obligada
reacción ante los daños, muchas veces irreversibles, que nuestra
especie le infiere al planeta. Por eso todavía quedan unos cuantos
que ven a los ambientalistas como a unos obsesivos profetas de
catástrofes, ingrato papel que nunca hubiesen querido asumir, aunque
el mensaje sea absolutamente necesario, no para sembrar pánico sino
para que nos guíe la esperanza de que si todos, una vez advertidos,
tomamos cuanto antes las medidas apropiadas para detener los
atropellos y restaurar cuanto se pueda, se nos abre una buena
oportunidad.
Justamente, para no ser
tachada de ave de mal agüero desde antes de que leyeran esta nota,
no la titulé como había pensado en un principio: El Ará iyapí,
es decir “el fin del mundo”, en guaraní. Lo que en realidad
pretendía –y pretendo- es ofrecerles tan sólo una muestra de la
sutil comprensión aborigen respecto de la unidad del universo y de
las consecuencias de alterar sus complicados enlaces.
El murciélago es un
animalito que no le cae demasiado simpático a casi nadie (al menos
hasta que uno empieza a conocer algunas particularidades de su vida).
No le hacen mucho favor su aspecto inquietante (así sean de los que
sólo se alimentan de insectos, flores o frutos, que son la
abrumadora mayoría), sus hábitos nocturnos, la mala fama que le dan
los chupadores de sangre (apenas 3 entre 1000 especies que hay en el
mundo) y las leyendas siniestras como la de Drácula. Con Batman no
alcanzó para mejorar su imagen, pese al papel real que desempeñan,
beneficioso en la naturaleza como sensacionales controladores de
insectos, polinizadores de flores y dispersores de semillas.
Los guaraníes no eran ajenos
a esa aversión que espontáneamente causan estos extraños mamíferos
alados. A pesar de ello nunca se les ocurrió perseguirlos ni
eliminarlos. Para ellos el mbopí (murciélago) era la
representación del ará iyapí, el fin del mundo. Cuando
aparece representado en la decoración de su alfarería, suele estar
junto a su predador natural, el ñacurutú, el más grande de los
búhos.
De acuerdo a los relatos que
recogiera en el siglo pasado el prestigioso especialista Lázaro
Flury, llegará el día en que aparecerá el Murciélago gigante que
se tragará a todos los seres de este mundo, extinguiendo la vida
para siempre. El requisito previo para que pueda sobrevenir tal
calamidad es que antes se produzca una extraordinaria superpoblación
de murciélagos comunes que colmen la Tierra. Sin esa circunstancia
la terrible conclusión no tendrá lugar. Tiene que producirse ese
desfasaje para que a partir de allí haga su aparición el gran
exterminador.
Dicen los guaraníes que por
eso Dios, previsor, puso en la naturaleza a la vez que al murciélago,
al ñacurutú y al urucureá (lechuza), porque estos
dos últimos dan cazan a algunos ejemplares del primero, evitando así
que se multipliquen en exceso y postergando de ese modo el fin de los
tiempos.
Según los dichos de los
aborígenes, está siempre pendiente la amenaza de que algún día,
porque queden pocos búhos y lechuzas, porque estén débiles o
enfermos, o bien porque todos se hayan muerto, nada frenará la
desmedida proliferación de los murciélagos chicos, y con ella, la
venida del Murciélago grande y del Ará Iyapí.
Ambientalistas, ecologistas y
conservacionistas puestos a exprimirse el cerebro tratando de crear
una parábola más ilustrativa acerca del equilibrio dinámico en la
naturaleza y de los desastres que provoca alterarlo –y no sólo
tratándose de lechuzas y murciélagos- muy difícilmente hubiesen
hallado una forma tan perfecta de expresar y transmitir su mensaje. Y
este mito no resulta demasiado oscuro, ni difícil de desentrañar,
ni puro mito tampoco.
Ejemplar de lechuzón orejudo (Asio clamator). Urukure`a y el ñacurutú, en la mitología guaraní son quienes evitarían la llegada del Ará iyapí.
Fuente: Leyendas
americanas. Lázaro Flury. Colección Ceibo.
Edit. Ciordia & Rodríguez. Buenos Aires. 1951
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