…Y
continúan haciéndolo
Nuestro
planeta aun no era “nuestro”. Además de estar permanentemente convulsionado y en ebullición por su propio vulcanismo, recibía el
bombardeo constante de meteoritos y hasta el choque devastador de
grandes cuerpos celestes y eso sucedía porque no poseía una
atmósfera que lo envolviera protectoramente. En su superficie sólo
fluían gases irrespirables y tóxicos y regían temperaturas más
que hostiles. El ambiente era lo más semejante posible al imaginario
clásico del infierno.
Dentro
de la gran sopa química de los mares terrestres empezaron en aquel
entonces a combinarse sustancias y a producirse reacciones que
derivaron en la aparición de ciertas formas microscópicas que, con
el tiempo, darían lugar a incipientes manifestaciones de vida.
Primero las algas primitivas y luego los vegetales que colonizaron el
suelo firme, por medio de un proceso totalmente novedoso que
realizaban, la fotosíntesis, fueron creando una atmósfera hasta el
punto que ésta llegó a su amigable composición actual que formó
un escudo ante las radiaciones del exterior, frenó las lluvias de
meteoros que se desintegran ante su resistencia, a la vez que
consiguió estabilizar las temperaturas y abrir la posibilidad de que
la Vida se diversificara en incontables variantes y se multiplicara
hasta lo inconmensurable.
No
fue una tarea inicial que la vegetación cumplió únicamente en la
Tierra primigenia; las plantas y especialmente su versión más
fuerte y notoria, los árboles, continúan, incansablemente, desde
hace muchos millones de años, inyectando oxígeno a la atmósfera y
secuestrando carbono en el interior de sus cuerpos. Todos,
absolutamente todos los seres vivos, existimos y respiramos gracias a
ellos. La sola excepción la constituyen apenas unos muy particulares
microorganismos llamados extremófilos.
Como
para tenerlo siempre en cuenta: sin los árboles, no somos ni
seremos; ellos configuran el origen y las columnas de sostén del
conjunto de la Vida en el planeta. Por si esa enorme virtud no
fuera suficiente, los bosques nativos densos y saludables dan
protección contra los rigores del clima, retienen el agua, “sacan
de circulación” y absorben a la contaminación atmosférica,
generan lluvia, fijan el suelo deteniendo la erosión -resultan por
sí mismos verdaderas fábricas de suelos-, frenan a los desiertos,
protegen los cauces y las márgenes de los cursos, brindan albergue a
tantos otros seres vivos que cada ejemplar se convierte a veces en un
reducido ecosistema; proporcionan madera, flores, frutas, sustancias
medicinales, fragancias, bienestar físico y psíquico y una gran
belleza paisajística, mientras que aportan un carácter
identificable a las regiones en que crecen ciertas especies. El agua
y las plantas hacen al
paisaje
de la Tierra tan único, tan diferente de cuanto planeta se haya
logrado detectar hasta ahora en el Universo ¡y hecho a la medida
exacta de nuestra especie!
Se
entiende que cuando hablamos de bosques nos referimos a los bosques
de verdad, no a los cultivos industriales de árboles, donde la
biodiversidad se halla ausente, que se plantan con fecha de
vencimiento preestablecida y que se alinean como mercaderías en
estantes de supermercado.
Los
árboles se encuentran tan profundamente enlazados desde siempre a la
humanidad (nuestros antepasados más remotos fueron arborícolas)
que su verde presencia se halla enraizada y entretejida con la
cultura y la espiritualidad. No es casual que veamos a la esperanza
de color verde.
Desde
la antigüedad muchos pueblos mantuvieron y cuidaron celosamente sus
bosques sagrados y aun lo hacen hoy en día. En todas las
civilizaciones el árbol ha sido visto siempre como un puente de ida
y vuelta entre la Tierra y el Cielo, un camino hacia la divinidad,
poseedor de una arquitectura natural que conduce la vista y el alma
hacia el infinito. En muchas culturas tradicionales todavía se
acostumbra rezar a los espíritus protectores de la naturaleza
pidiendo permiso antes de cortar un árbol o de aprovechar una parte
de él. En nuestra propia cultura, urbana, desacralizada y, bien
podemos decir, desnaturalizada, aprendamos a tratar a los árboles
con el mayor respeto porque esa ligazón con ellos que mencionábamos
es demasiado concreta: los bosques se encuentran en grave y acelerado
retroceso y un planeta con menos árboles ya no podrá sustentar
vida.
En
el Día del Árbol
Clara
Riveros Sosa
Para
COA Guaicurú
Lapacho rosado (Handroanthus impetiginosus) embelleciendo nuestros paisajes. Foto: Edel Enggist
Chañares (Geoffroea decorticans) florecidos. Foto: Edel Enggist
Ejemplar florecido de ceibo chaqueño (Erythrina dominguezii) en los pastizales del Parque Chaqueño. Foto: Patricio Cowper Coles