Clara
Riveros Sosa
Ya
hemos llegado a ser más de 7400
millones (sí, más de siete mil cuatrocientos
millones), los humanos claro está, los habitantes de este planeta
¿Más de siete mil cuatrocientos millones los habitantes de este
planeta? Expresado así, grave error que implica bastante soberbia,
porque no estamos solos: hay aproximadamente unos dos millones de
especies de seres vivos (animales, vegetales y hongos), tan
terrícolas como nosotros y con quienes –de buena o mala
gana-compartimos este hábitat global. Para más, hay que tener en
cuenta que a cada rato se descubren nuevas especies y subrayar que
cuando decimos “dos millones”, sólo es una lejana estimación y
que, además, nos estamos refiriendo solamente a especies (como
cuando decimos “especie humana”), mucha atención, porque es
incontable el número de individuos que abarca a su vez cada una de
esas especies. Y de esos dos millones de especies -en los que no
figura la nuestra-, alrededor de un millón y medio de ellas
corresponden a animales. Y repito: tan sólo de especies animales, no
de su inconmensurable cantidad de individuos, así que ¡estamos
rodeados!
Aparte
del número, que hace que los animales nos superen arrasadoramente,
también nos ganan, y con mucho, en antigüedad y experiencia en esto
de vivir en la Tierra. Con tal idea en mente, si en estos días nos
acercamos a ríos o lagunas de nuestra zona y alcanzamos a ver unos
yacarés semisumergidos –astutamente asemejados a troncos- o
calentándose al sol en las orillas, o si observamos alguna tortuga
en trance de enterrarse para pasar el invierno, deberíamos mirarlos
con absoluto respeto y preguntándonos con necesaria curiosidad cómo
lo hicieron, desde que sabemos que unos y otras todavía están acá
pese a que vienen existiendo desde mucho antes que los dinosaurios.
Podemos pensar que si la naturaleza insiste en seguir “fabricando”
estos antiguos modelos, parece probable que sea porque les resultaron
sumamente exitosos y supieron sortear indemnes los tremendos avatares
de toda índole que les depararon estos últimos...millones de años.
El
sábado 29, Día del Animal, además de rendir tributo a nuestros
antecesores y acompañantes en la Tierra, reconozcamos la indisoluble
conexión que mantenemos con ellos, relaciones que, como otras tantas
en este mundo, con frecuencia se vuelven invisibles pese a su
importancia, fortaleza y cercanía.
Incontables
equilibrios dinámicos, imprescindibles para la Vida en la Tierra,
dependen de la existencia en salud de una multitud de especies
animales que van desde las ballenas azules (el mayor de los animales
actuales) hasta los imperceptibles microbios. Las bacterias -tan
demonizadas por los fabricantes de antisépticos y desinfectantes-
comprenden tanto a las que transmiten una extensa gama de
enfermedades como a las que descomponen los restos biológicos
contribuyendo así a sanear el ambiente, y a las que viven dentro de
nuestros cuerpos y sin las cuales éstos no podrían cumplir
innumerables funciones, al extremo de que si su población se ve
disminuida (por ejemplo, como resultado de algún tratamiento o por
consumo de antibióticos) los médicos toman medidas urgentes para
reponerlas. Como en este caso, en la vida cotidiana no somos
capaces de notar ni valorar los aportes de ciertos animales hasta que
algunos se extinguen o su número se aminora de tal modo que
terminamos sufriendo las secuelas de su desaparición, justamente la
extinción de aquéllos a quienes ignorábamos o nos resultaban
indiferentes, o que incluso, quizás, no nos caían nada bien. Es
más, las extinciones, en muchos casos, ponen en evidencia que las
especies ejercen entre sí un control mutuo y, cuando desaparece este
mecanismo natural, se hace necesario recurrir a modalidades
artificiales que no siempre resultan inocuas.
En
el rubro de bichos que miramos con desagrado se ubican –entre
muchísimos más- los murciélagos, las hormigas junto a la mayoría
de los insectos, las víboras y otras especies nada encantadoras, al
menos en principio. Sin embargo, cuando los biólogos nos ponen los
conocimientos en su lugar, descubrimos la importancia de su
conservación y cuidado. Como si fuera poco, gran cantidad de
animales, incluyendo a algunos que creemos poco relevantes, o que
sentimos decididamente antipáticos, resultan sujetos fundamentales
de observaciones científicas abiertas a un sinnúmero de avances
sustanciales y posibles en campos de lo más variados. Y recordemos
la raigambre que tienen los animales en todas las culturas y cuánto
juegan como fuente de inspiración en las artes y las tecnologías.
Lo
lamentable es que para permanecer en este mundo la vida silvestre
necesita de modo imprescindible que conservemos sus espacios vitales,
esos mismos que minuto a minuto estamos reduciendo miserablemente y
destruyendo al precio de perjudicarnos también como humanidad.
Mencionamos
en último lugar a los animales domésticos porque son los más
notorios, particularmente para los habitantes urbanos que convivimos
con ellos, y por ser los que concitan más atención y cuidados,
aunque sean tantos también los que concluyen maltratados o
abandonados, enfrentándonos con la realidad de que, con frecuencia,
los humanos no somos tan humanos como pretendemos ser, ni siquiera
con los animales que nos brindan compañía, afecto incondicional,
diversión, emoción, defensa y lealtad. Como para aprender siquiera
un poquito de ellos.
“Un
país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a
sus animales”.
Mahatma
Gandhi
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Monjita blanca (Xolmis irupero). Foto: Silvia Enggist |